10 de diciembre de 2010

Algo especial

             
No soy nadie si me comparo con la marea de gente interesante que pulula por ahí. Todos protagonizan escenas grandiosas, desinteresadas acciones dignas de personalidades como por ejemplo Gandhi. Yo, humilde sin temor a serlo, hago lo que puedo.
 Este verano, conocí gracias a mi loca y querida amiga Marta, un pequeño puesto perdido entre los demás allí, en la Fira de Xàtiva. ¿SPAX? ¿Qué es eso? Mientras ella conversaba con vosotros, interesándose y demás, yo cogí un panfleto, por entretenerme más que nada. 

   Cuando lo leí, desprevenida porque ignoraba completamente vuestra existencia, no me sorprendí en absoluto al decirle un SÍ en mayúsculas a mi Marta, a su pregunta de “¿Vamos mañana a verlo?”.

   Allí en la protectora, una vez dentro, me enamoré. Me enamoré de la gente, del entorno, de los residentes. En especial de uno, pequeño e invisible, desapercibido entre una marea de compañeros más juguetones y llamativos que él. Estaba sentadito en un tronco, él solo. Me acerqué y me presenté, me miró y le sonreí, me dio un besito de esos suyos y me enamoró. Esa misma semana cursé la petición de apadrinamiento de Fronty, porque por circunstancias ajenas a mí, me resulta imposible adoptar a ninguno de estos fieles compañeros. Por lo menos hasta que tenga mi propia casa…
 
   Con Fronty lo pasé bien. Me enseñó muchas cosas: que el cariño es un sentimiento mutuo y recíproco, que la confianza se gana a base de puntualidad y coraje, que la amistad puede perdurar durante toda una vida… Y llegó un momento muy deseado (y a la vez temido por mí…): ¡por fin adoptaron a Fronty! Y ahora me siento muy egoísta, por haber temido la llegada de ese momento. Él significaba para mí lo mismo que un perrito de adopción. E ahí la última de esas lecciones que me enseñó: que fui su último empujoncito hasta llegar a la meta deseada, que alegré sus días en el refugio hasta que su verdadera familia lo encontró. Y que lo mismo que había hecho por él, podía hacerlo por alguien más.

Dingo
   Y conocí a Dingo. A mi dulce y nervioso Dingo. Lo apadriné sin ni siquiera verlo, ¿qué más me daba su aspecto? Íbamos a ser amigos. El día que fui a conocerlo él se encontraba en medio de uno de los patios, sentadito, esperando pacientemente a que me fijase en él, interrogándome con la mirada. Pensé “¿Eres tú?”, y entonces se acercó y me siguió mirando “¡Sí, eres tú!”. Quise acariciarle y se lanzó temblando al suelo. Se me partió el corazón… ¿Cómo habría sido su vida? Pero, que os lo diga él, que ahora es más feliz, que tiene su autoestima casi al cien por cien, que me dedica esas volteretas y cabriolas llenas de alegría y confianza como sólo él sabe hacerlo. Que en mitad de un paseo se vuelva y con la mirada busque una fugaz caricia. Eso es la felicidad.
  Y mientras tanto, estuvo Clunic. Solitario y agradecido compañero de terapéuticos paseos. Nos ayudábamos mutuamente: él me daba paz y yo a él vitalidad. Ahora está contento en su hogar de acogida. Recuperándose, poco a poco…
 Éste es mi breve paso, que se une a todos los demás que ya han allanado el camino para que yo y otros como yo, podamos conocer a todos y cada uno de estos maravillosos animales y añadir nuestro granito de arena. Cada uno con su historia, cada uno con su personalidad y cada uno con su futuro todavía por escribir.
Alicia Herrándiz, Madrina y Voluntaria de Spax
Diciembre 2010

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